En el crepúsculo de los años 90 y al albor del nuevo milenio, cuando el mundo aún tenía el eco de las baladas del grunge, nosotros, con nuestras botas y tirantes, éramos los desterrados de un sistema que no nos comprendía ni quería hacerlo. No éramos héroes ni villanos; éramos muchachos que buscaban una patria en los acordes de guitarras eléctricas y en las páginas arrugadas de fanzines clandestinos.
¿Racistas? Qué fácil es etiquetar lo que no se entiende. Nuestra lucha era de clases, no de razas; contra un sistema que quería convertirnos en lo que no éramos. Teníamos la elegancia descarada de la juventud, ese orgullo insolente que solo pueden permitirse los que no tienen nada que perder. Éramos hooligans de una causa que solo nosotros entendíamos, nuestra hinchada se llamaba Las Ratas De Coslada. Cómo olvidar esos domingos en que, arrastrando la resaca de la noche anterior o incluso en el mismo éxtasis del empalme, ocupábamos las gradas para ver al Coslada; en el rebaño de la normalidad ese día está destinado al descanso o a la reflexión, para nosotros se convertía en otra forma de misa. Los cánticos y los tambores sustituían al sermón; la adrenalina, al incienso. Para mi el fútbol no era más que una excusa;
el verdadero partido se jugaba en la hermandad, en los lazos invisibles que tejíamos cada fin de semana.
Nos reuníamos en Tribunal, en esa plaza 2 de Mayo que fue nuestro particular campo de batalla, donde las letras de nuestras canciones resonaban como gritos de guerra. “Nuestra pandilla, la ‘Zona Norte Crew’ como la bautizamos, era una suerte de tercio invencible en un Madrid que no sabía muy bien qué hacer con nosotros. Invictos en cada enfrentamiento, nuestras proezas se convertían en leyendas urbanas que recorrían las calles como cuentos de héroes olvidados. Era un tiempo sin internet, cuando la información era un bien escaso y cada nuevo descubrimiento, cada nueva banda, se guardaba como un tesoro.
Y llegaron las chicas, esas amazonas que compartían nuestras inquietudes y nuestro desdén por lo establecido. Ellas eran nuestras compañeras en la primera línea de este combate sin cuartel que es la juventud. “Este sábado no puedo quedar, me voy con esta”, se oía, mientras se cruzaban miradas cómplices y sonrisas canallas.
Nuestros padres, aquellos que habían sufrido la dictadura y vivido sus propias revoluciones, miraban nuestras cabezas rapadas y nuestras negras Doc. Martens con cordones blancos como si fuésemos criaturas de otro planeta. No podían ver que éramos, en esencia, un reflejo distorsionado de sus propias inquietudes y fracasos.
Entre risas y blasfemias, nos convertíamos en versiones brutas de nosotros mismos. Congelábamos nuestras orejas y con alfileres candentes perforábamos la carne, no había lugar para la queja; éramos soldados en un campo de batalla muy distinto, pero no menos real. En ese mismo ritual, nuestras cabezas quedaban rapadas, como monjes de una orden aún no escrita.
Si miras nuestras expresiones hoy, definidas por experiencias y marcadas por las cicatrices de la vida, verás más que simples rostros. Son el testimonio de las batallas ganadas y perdidas, de los riesgos asumidos y las líneas traspasadas. Nuestras cabezas rapadas o cubiertas por el pelo que el tiempo nos ha dejado conservar, son como las cicatrices de esos viejos guerreros: cada una tiene una historia que contar.
Han pasado los años. La vida, esa vieja arpía, nos ha despojado de la urgencia pero no del espíritu. Algunos han cambiado las botas por zapatos de oficina, pero el mismo fuego nos sigue ardiendo en las entrañas. Nos vemos menos, pero cuando lo hacemos, las mismas canciones, nos recuerdan quiénes somos y de dónde venimos.
Aún con el peso de los años sobre nuestras espaldas, la esencia permanece inmutable. Ya no somos las Ratas de Coslada, pero seguimos siendo ratas de una alcantarilla que nunca quisimos abandonar. ¿Ha merecido la pena? Cada cicatriz, cada nota, cada recuerdo grita que sí. Somos una sinfonía inconclusa, una rebelión en marcha. Podrás pensar que somos una anomalía, un desperdicio de energía y tiempo.
Pero eso es porque nunca has caminado en nuestras botas. Y, amigo mío, no sabes lo que te pierdes.
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Algunos, no abandonamos nunca la alcantarilla a la que pertenecemos, sean cuales sean las circunstancias y condiciones de vida que nos esperan, …, ya sea por haber nacido recubierto de una suerte de pelaje antí-todo y auténtico, o que sin saberlo, quizá ya éramos de aquí en otras vidas. Y bien orgullosos de ser ratas.
Leo esto y vienen a mi mente aquellos momentos que pase junto a vosotros; los conciertos,las pinchadas,las broncas,noches tirados en los parques hasta las tantas….me pasa lo mismo cuando miro nuestras fotos en la grada de las ratas,o cuando salimos sonrientes delante de muros llenos de pintadas.Siento que vuelvo a ser aquel chaval de instituto que calzaba una bomber que aún le quedaba grande.
Para mi es muy importante leer este artículo,de la mano de una persona a la cual tengo un especial aprecio,igual que a todos mis “drugos” de la Z.N.C a los que sigo considerando mis hermanos,a pesar de los años que han pasado,Buen trabajo.
AUPA la Zona Norte Crew!!!