Laurie Cunningham fue el primer futbolista negro en jugar profesionalmente para Inglaterra, en 1977, y el primer inglés en jugar para el Real Madrid, con el que ganaría la Liga y llegaría a jugar y perder contra el Liverpool la Copa de Europa en 1981. Allí, en Madrid, jugando en el Rayo Vallecano, moriría en 1989 en un accidente de coche. Esto es lo que se suele saber de él a nivel futbolístico, unos más, otros menos. Y poco más vamos a hablar del tema. Aquí no leerás sobre records, gol average o lesiones. Sirva este texto para hablar, a través de la vida de Cunningham, de una época, de un Londres, en el que había jugadores de fútbol respetados y queridos por bailar y vestir bien, no como ahora. Una época en la que el soul y el funk mandaban y las pistas de baile estaban llenas. Porque aquí nos gusta el fútbol, sí, pero nos gusta mucho más bailar.
Con 12 años, en 1968, a Laurie no se le había pasado por la cabeza el no ser inglés. Si se hubiera parado a pensar un momento en el asunto, no habría entendido porqué no iba a ser tan inglés como cualquier otro chaval nacido en Londres. Sus padres, junto con su hermano Keith, de cuatro años, habían llegado en la década de los 50 desde Jamaica y habían prosperado gracias al trabajo duro; su madre trabajando en una lavandería, su padre en la industria del metal. Vivían en el barrio obrero de Islington, de mayoría jamaicana y uno de los barrios más pobres del país, donde los problemas sociales, el racismo y los arrestos policiales aleatorios estaban a la orden del día, incrementándose todavía más a raíz de las leyes sus (de “suspected person”, con las que la policía podía parar y registrar sin indicio alguno a cualquier persona que ellos considerasen sospechosa. Siempre gente pobre y racializada).
Seguramente tampoco entendería cómo ese mismo año el discurso racista de Enoch Powell, «Rivers of Blood», llamando a la repatriación, calaría tan hondo en ciertos sectores de la sociedad. Powell sería destituido, pero la llama racista estaba bien viva, con marchas hacia el Parlamento, algunas bajo lemas como «Back Britain not Black Britain». Decía que él sólo quería medidas legislativas y administrativas para controlar la situación. Ya, Enoch, ya. Un racista liberal de manual vaya. Cuando después de la guerra se necesitó de una gran cantidad de obreros, llegados de distintas colonias de la Commonwelth, para utilizar su fuerza de trabajo, no les importó mucho a ratas de dos patas, como Powell, que toda esa mano de obra barata llegase al país, pero ahora le molestaban y debían volverse a sus lugares de origen. No eran lo suficientemente ingleses.
Pese a haberse criado en la misma familia, el hermano mayor de Laurie, Keith, había crecido de manera distinta a él. Mientras que Laurie había nacido y crecido en Londres y se había visto inmerso desde un principio en la cultura británica, Keith había pasado los primeros años de su vida en Jamaica, viviendo al principio allí sin su madre ni su hermano, y tenía muy presente su herencia caribeña. Keith y sus amigos volvían a sus orígenes y se identificaban con Jamaica, con las ideas de independencia y sus expresiones culturales, que formaban parte de su identidad, como el blues, el reggae o los sound systems. Se pasaban la noche de club en club, para terminar en fiestas en casa de alguien hasta el mediodía del día siguiente. Incluso llegaron a tener su propio sound system.
Laurie, en cambio, era introvertido de pequeño, sensible, imaginativo y con una habilidad natural para lo artístico. Tocaba el piano, amaba la música y bailaba. De hecho, sus padres siempre dijeron que de no haber sido futbolista, habría sido bailarín. En las casas jamaicanas la música era parte fundamental del día a día y de la comunidad. Esencial en bodas, cumpleaños y bautizos, era muy común que hubiese pianos y otros instrumentos en los pisos caribeños. Al contrario que su hermano, Laurie había nacido en Inglaterra y crecía envuelto por todo lo que significaba ser un chico inglés de clase trabajadora. Eso significaba que el fútbol debía formar parte de su vida de alguna manera, y como hijo de su tiempo y lugar, empezó jugando en el equipo de su barrio. Un equipo que representaba fielmente la comunidad a la que pertenecían: una mezcla de gente de Jamaica, Barbados, Antigua y Barbuda, Chipre… pero todos pertenecientes a la misma clase. El fútbol, los entrenamientos, no sólo eran algo deportivo, le ayudaban a sentirse uno más, a estar dentro de un grupo y perder la timidez.
Empezó a vestirse con su propio estilo. Camisas button down de Ben Sherman, pantalones estilo Sta-Prest -ya entonces le gustaban los pantalones hechos por el padre de un amigo suyo que era sastre-, loafers y cárdigan para salir directo del entrenamiento a los clubs. Eran principios de los 70 y Laurie estaba sumergiéndose de lleno en la escena soul londinense. Junto con un amigo de similar peso y altura, iban a un sastre en Stratford y se hacían trajes a medida de diferentes colores que podrían intercambiarse más adelante. Compraban los zapatos ligeros en el West End para bailar sin problemas y copiaban pasos de baile de Fred Astaire o Gene Kelly, utilizando también movimientos que aprendían en clase de karate y en las películas de Bruce Lee o Jackie Chan. El sonido Motown estaba de moda pero se les empezaba a quedar pequeño, necesitaban más. Por suerte, apareció James Brown (una mezcla de show, lleno de energía, deslizamientos en el escenario y un look digno de imitar) para hacerles sudar en la pista de baile como nunca lo habían hecho.
En aquella época, podías pasarte toda la noche de club en club, de fiesta en fiesta y de sound system en sound system, pero sin dinero, a veces había que ingeniárselas. Uno de los trucos de Laurie y sus amigos, cuando querían entrar en un local y no tenían dinero para la entrada, era empaparse con un poco de agua en la calle y acercarse al portero diciéndole que habían salido un momento a tomar el aire porque estaban sudando mucho dentro y que querían volver a entrar. No siempre funcionaba, pero había que agudizar el ingenio e intentarlo si no querías volver todavía a casa. Además de ingenio, para seguir el ritmo vital de Laurie, había que tener compromiso. La disciplina que el fútbol le daba la utilizaba en la pista de baile también. Entrenar todos los días, escuchar las canciones que más le gustaban una y otra vez en casa y practicar los movimientos para realizarlos en el momento justo. Nadie dijo que salir cinco días a la semana y ser de los mejores en la pista fuese fácil.
«Ropa, música, chicos», diría Viv Albertine años después sobre los tres pilares de su infancia y adolescencia en Londres. Para Laurie había que sumar el baile también. El fútbol estaba bien, sí, pero la ciudad tenía mucho más que ofrecerle, había mucho más por lo que vivir. Y si Londres era la ciudad, Crackers era el club donde había que estar. Ubicado en el Soho, en Wardour Street, se haría famoso a partir de 1973 cuando el ponediscos Mark Roman empezó a organizar sus fiestas. Este se limitaba únicamente a poner soul y funk importado de América pero, aún así o gracias a ello, el boca a boca funcionó. Rápidamente, se convirtió en el local de moda que las noches de los jueves y los viernes se llenaba de fieles amantes de los sonidos negros venidos desde los barrios más pobres de la capital. El éxito permitió que incluso Mark pudiese experimentar en otros horarios -¡al mediodía!- con música más rara, instrumentales largas o caras B menos conocidas y que incluso así el local siguiese lleno.
Eso, sumado a una entrada barata que podían asumir muchos jóvenes con ganas de bailar, hizo que el local se hiciese muy popular. Un lugar donde escapar de la rutina del barrio, de la calle, de la escuela. Al contrario que en los clubs del norte de Inglaterra, a estos chavales les importaba bien poco la bebida o las drogas. Sólo les interesaba el baile. Crackers era el sitio donde estaban los mejores bailarines de la ciudad y donde podías escuchar los temas más nuevos y bailables. Durante el día, mientras que el resto presumía en clase de todas las cervezas que habían bebido o de las resacas que tenían, los chavales negros lo hacían de haber estado en Crackers o de haber visto la noche anterior a tal o cual persona bailando. Los bailarines se habían vuelto tan famosos como la música.
Los años pasaban y la música fue cambiando para volverse más jazzy. Lonnie Smith y su Expansions, Gil Scott Heron (y la versión de The Bottle que haría Joe Bataan) o Roy Ayers con Running Away o Domelo… la fama del local había crecido muchísimo y la de la gente que iba a bailar también. Se organizaban concursos de baile, incluso con premios en metálico que Laurie alguna vez llegó a ganar. Cuando, ya en la pista, se veía que dos personas lo hacían realmente bien, automáticamente la gente se hacía a un lado, dejaban espacio, siguiendo reglas no escritas y dejaban que el duelo empezase. Cada uno de los contrincantes elegía su tema favorito, el ponediscos lo pinchaba, bailaban y después sonaba el siguiente y el público decidía. Ganabas o perdías. Seguías bailando, te ibas a casa y esperabas con ansia volver a competir la noche siguiente. Él y algunos otros a veces recibían al terminar la noche mixtapes que sonarían la semana siguiente para practicar los movimientos antes de los concursos. Aparecían con sus trajes hechos a medida, sus zapatos y sus pasos de baile mezcla de funk, jazz y karate. Terminaban de bailar y volvían al coche a cambiarse y ponerse ropa seca.
El reggae y Jamaica fueron los primeros pasos. Blues, soul y Motown, funk y James Brown, Harlem y el jazz. Como esponjas, absorbían todo lo que aparecía, dando paso a esa cultura de club que se haría más adelante famosa y que ellos mismos ayudarían a fomentar. Clubes que fueron realmente importantes para esa gente que no encontraba su lugar: punks, gays y lesbianas o gente racializada. Crackers, Bluesville, Ronnie Scott -a Laurie le encantaba su atmósfera tranquila y sofisticada donde bailar más lentamente a ritmo del mejor jazz-, Scamps o el igual de mítico Whisky-A-Go-Go. Todos estos clubes servían para que los chavales negros, que hasta entonces sólo podía reunirse en iglesias, centros comunitarios o locales clandestinos, tuviesen un lugar donde juntarse. Eran un reflejo fiel de la multiculturalidad que el país estaba empezando a asumir. Sitios donde los jóvenes podían romper con las tradiciones familiares y crear su propia identidad, su propia lugar de pertenencia. Black and British.
Por otro lado, el fútbol le daba una de cal y otra arena. Le había servido para perder su timidez y en cierta manera ser uno más, o intentarlo al menos, en un momento y un mundo que no te lo ponía fácil si no eras blanco. De hecho, jugando en el Leyton Orient, no sólo él y sus compañeros eran víctimas del racismo, sino que incluso su entrenador llegó a recibir constantemente cartas del National Front, entre otros, por su política a la hora de fichar a chavales racializados del barrio. Cánticos racistas, lanzamiento de plátanos al campo, insultos, autobuses apedreados… Aún así, entrenar y jugar le permitía un modo de vida que pocos en su entorno podían permitirse. Se salía del cliché de jugador de fútbol que gastaba su tiempo y dinero en coches caros, fiestas o bebiendo pintas en el bar. Ahora además también desentonaba en el vestuario y los desplazamientos. La época de las camisas Ben Sherman había pasado y, cuando el bus llegaba al lugar del partido, entre el resto de jugadores se colaba un Laurie vestido con traje de gángster, sombrero fedora, corbata y zapatos bicolor, blancos y negros. Otra razón más para el odio racista; un negro no podía vestir así, ¿qué se había creído?
En 1976 era una leyenda en las pistas de baile, pero después de aparecer en portada en el Sunday Times Magazine, empezó a salir más y más en las revistas y la televisión, convirtiéndose poco a poco en un icono de la cultura pop de la época, como había sido en su momento el gran George Best, aunque casi olvidado hoy en día, no como nuestro Belfast Boy. Sólo que era uno al que le encantaba pintar y dibujar, la arquitectura y tocar el piano. El soul y bailar -¿es que acaso pueden ir separados?- y la ropa.
La ropa era una manera de sobrellevar los tiempos duros por los que pasaban, el racismo, las desigualdades, los abusos, los recortes de Heath, una manera de brillar en la jungla de cemento, siguiendo la máxima mod de clean living under difficult circumstances… adoptar algo parecido al look de sus padres, de la generación Windrush, con sus zoot suits que les permitían bailar sin problemas en la pista mezclado con el del Gran Gatsby, la era del jazz y el amor por los pequeños detalles. Camisas de seda, bufandas, zapatos y corbatas, zoot jackets originales.
Si los amantes de los discos buscaban en contenedores venidos de América joyas perdidas del más puro soul negro, ellos hacían lo mismo en los antiguos almacenes donde podían encontrar ropa que había pertenecido a soldados americanos, antiguos baúles con pertenencias de los años 30 o 40, rebuscando sin descanso. Todo eso mezclado con el saber hacer de los sastres londinenses de Wardour Street y Carnaby Street y el amor por los pequeños detalles, haría que estos soul boys lucieran de manera especial, única, entroncando así con la tradición del dandi inglés. Pasión y Obsesión.
Su carrera como futbolista seguía imparable y su sueño de jugar para su país estaba cada vez más cerca. Su vida fuera de lo futbolístico seguía causándole problemas, igual que el color de su piel o su ropa, y se había añadido otro agravio más a la lista de los racistas: tenía novia formal, Nikki. Un negro con una chica blanca. Nikki se había criado con unos padres de mente abierta en el barrio de Hamsptead, muy diferente a Islington. Como amantes del jazz, la habían animado con su pasión por el baile. La llegada del funk a los clubs le había cogido en su máximo apogeo juvenil y no se perdía un domingo en salas como la Tottenham Royal, Crackers o el The 100 Club de Oxford Street. Lugares de peregrinaje para todos esos mods adolescentes que habían aparecido tras la segunda guerra mundial, con sus trajes y sus motos. Nikki y Laurie eran imbatibles en la pista de baile. Sus movimientos, como su ropa, eran copiados días después por el resto de asistentes. Ensayaban en casa continuamente y ponían en práctica lo ensayado cada noche. Juntos iban a escuchar a bandas de jazz en vivo, acababan en el Global Village las noches, donde soulies y punks terminaban bailando codo con codo o yendo a conciertos de reggae.
La fama llegó tarde pero llegó, y se esfumó rápido también, aunque a él eso le importase bien poco. Su amor y compromiso por la música, por el modo de vida que quería seguir, le hizo ser ejemplo para el resto de soul boys negros, un pequeño pero distinguido grupo de personas que harían de vanguardia de la moda y la música en la escena soul británica. Fue una figura pionera, demostrando que se podía ser negro, británico y reconocido nacional e internacionalmente. Abriría el camino para que las cosas le fuesen más fáciles a las generaciones futuras. Una generación de jóvenes futbolistas negros le vio como un ejemplo a seguir, Laurie les decía que podían ser ellos mismos fuera y dentro del campo. Que por fin podían ser los mejores en algo. Al final, el fútbol no fue lo más importante. Como Nikki diría de él: Footballers don’t inspired him. Dancers did it.
-ESCRITO POR TXEMA URDAMPILLETA-