La tormenta en casa tras aparecer rapado fue intensa, pero duró menos de lo que esperaba. Bueno… a dÃa de hoy todavÃa mi madre me dice eso de: “ay, con los rizos tan bonitos que tenÃas”, “déjatelo un poco más largo…” Y eso que a estas alturas hay partes donde la hierba ya no crece.
Según se acercaba agosto, las quedadas en la plaza eran cada vez menos concurridas, muchos tenÃan que apretar y hacer, con más fe que posibilidades de éxito, un esfuerzo por aprobar las pendientes de septiembre; otros, como era el caso de Anna, pasaban lo que quedaba de verano en sus lugares de origen, la mayorÃa pueblos de la contornà alacantina. Yo, por mi parte, me enfrentaba al que serÃa mi primer trabajo. Eran tiempos económicamente duros en mi casa —¿cuándo no lo fueron?— y yo querÃa un amplificador nuevo para mi bajo, algo más decente que la cacharra que tenÃa. Asà que decidà sacarme un dinero. Fui a parar de friegaplatos a un xiringuito playero. Allà me di de bruces con la realidad del trabajo asalariado. Sin contrato, haciendo más horas de las acordadas, con llamadas pidiéndote favores cuando no tocaba… y un sueldo de pena. Todo lo que habÃa escuchado y leÃdo sobre el mundo laboral se confirmaba. Pero habÃa algo peor, algo con lo que no contaba dentro de mi imaginario todavÃa inmaduro: la falta de empatÃa y solidaridad entre compañeros, el mirar a otro lado y la zancadilla. El cliente no sé, pero el jefe siempre llevaba la razón. Al menos tuve la suerte de dar con Victòria. Era una chica que rozaba la treintena, dispersa, bastante alocada. Su infancia y adolescencia habÃan sido terribles, pero era una superviviente y poseÃa una, más esencial que formada, ferrea conciencia de clase. Y estaba enamorada de Aretha. De hecho, tenÃa un gusto musical exquisito y en gran parte gracias a ella terminé por meterme de lleno en el soul. Y es que ese verano cambió mi manera de escuchar y percibir la música. El trabajo me la cambió. Los nervios antes de entrar me impedÃan escuchar algo que fuera veloz o agresivo. Las mañanas eran para el reggae y el soul. Cuando por fin llegaba la hora de la salida todo era distinto, la euforia al volver a casa propiciaba escuchar punk, oi! o ska, sobre todo si al dÃa siguiente libraba. Y esa tendencia, esa forma de escuchar música, desde la suavidad y el matiz por la mañana viajando hasta lo visceral y enérgico por la noche, me ha acompañada hasta hoy.
Del subidón inicial la vÃspera de librar a la bofetada de realidad de los dÃas libres, solo habÃa un pequeño espacio de tiempo. ¿De qué me servÃa librar si no tenÃa a nadie con quien pasar mi tiempo? ¿Y, sobre todo, si Anna no estaba en la ciudad? Hablábamos continuamente, los SMS eran constantes y las llamadas eternas. Las broncas en casa al llegar la factura también lo eran. Se me ponÃa la piel de gallina cada vez que descolgaba y escuchaba su voz: “ei xiquet, com vas?…” TenÃamos tanto que decirnos. Yo la intentaba convencer de que subiera unos dÃas a la ciudad, o incluso de ir yo para allá, pero era imposible. Su familia era extremendamente conservadora, y todo lo que se saliera de lo establecido era una quimera. Yo la presionaba, le decÃa que se revelase. Me equivocaba. Ella hacÃa todo lo que podÃa y más, simplemente nuestros ritmos eran distintos. Y aunque en mi casa no todo era un camino de rosas, no me daba cuenta de la ventaja que tenÃa por haberme criado en un entorno progresista.
El último finde de agosto, coincidiendo con mi última jornada de trabajo venÃa a tocar cerca de Alacant la Gossa Sorda. Insistà a Anna, más de lo que deberÃa, incluso me hice con dos entradas a sabiendas de que era prácticamente imposible que la dejaran, no solo viajar sola, sino trasnochar y dormir fuera, y más estando su familia a kilómetros. No me daba cuenta del mal que estaba haciendo presionándola, como si no tuviera suficiente en casa. En lugar de ser una válvula de escape para ella solo añadÃa más leña al fuego.
El verano llegaba a su fin con más pena que gloria. Cabreado. Solo. La única pequeña luz que brillaba era la de cobrar y hacerme con ese ampli. Pero todavÃa me aguardaba un último giro que quizá debÃa haber esperado. Al dÃa siguiente de mi último servicio, me acerqué al xiringuito, algo animado porque por fin iba a cobrar el que serÃa mi primer sueldo. Ni el dinero pactado por hora, ni las extra, ni las gracias por las veces que les salvé la jornada haciendo de friegaplatos de guardia… Nada. Sentà rabia, mucha, me sentà estafado… pero no hice nada, ni una palabra más alta que la otra, me quedé de piedra. Al decir que esto no era lo acordado, el tipo rio burlonamente y me dijo una frase que nunca olvidaré: “¿eso en qué parte de tu contrato lo pone? La hostelerÃa es asÃ, chico”. Resignado cogà el dinero y volvà hacia mi barrio. Volvà sin música en mis oÃdos, por primera vez no tenÃa ganas de escuchar nada. El nudo en la garganta era intenso, las lágrimas querÃan brotar de mis ojos, me sentÃa tan sucio, tan utilitzado… De camino a casa turistas borrachos, carteles que anunciaban el concierto de la Gossa al que no irÃa y de fondo el barrio, el que creÃa mi hogar pero se habÃa transformado en ese último mes en el escenario de mi apatÃa. Nada podÃa salvar ese catrastrófico fin de verano. Pero, como de costumbre últimamente, estaba equivocado. Cuando casi llegaba a mi casa, oà por detrás esa voz que me devolvÃa la vida: “ei, xiquet“.Â
La piel de Gallina